Los datos que jamás deben olvidarse sobre la construcción de la joya del franquismo a manos de los represaliados de la dictadura
Imagen de archivo del Valle de los Caídos | EFE
El Valle de los Caídos es quizá una de las mayores representaciones de la célebre frase que dejó para la eternidad el escritor George Orwell. En España, la historia la escribieron los vencedores, y Franco se encargó personalmente de recordarlo con una edificación cuya sombra se extiende aún tan lejos como el carácter megalómano de su creador.
El mundo entero debía conocer su relato, el de quién había ganado la guerra y rescatado al país de su muerte republicana y, por ende, "comunista"; urgía que se supiera cuanto antes, y no escatimó en recursos para ver finalizadas las obras antes de su muerte.
No bastaban los numerosos monumentos tipo que se estaban levantando en todos los rincones del territorio en honor a sus compañeros de armas, caídos o no en combate. El caudillo de España tenía que tener su pirámide, como los grandes reyes del pasado. Una fecha más irónica que simbólica le delata.
El 1 de abril de 1940, Franco celebra el primer aniversario de su victoria oficial sobre los rojos con un decreto que sorprende hasta en sus propias filas. Quizá a sabiendas de que su decisión era de por sí polémica entre los sublevados frente a las miserias que empiezan a arrasar el poco ánimo social y económico que resta en la España que queda en pie, se justifica en su propio dictamen.
"Con objeto de perpetuar la memoria de los que cayeron en nuestra gloriosa Cruzada se elige como lugar de reposo, donde se alcen la Basílica, Monasterio y Cuartel de Juventudes, la finca situada en la vertiente de la Sierra del Guadarrama con el nombre de Cuelgamuro", reza el Boletín Oficial del Estado número 93 de ese año.
Pero fue la expresión que usó 19 años después, terminado el conjunto monumental, para dirigirse al arquitecto Diego Méndez la que revela la obsesión que le llevaba persiguiendo desde el inicio de la construcción, en 1943: "Bueno, Méndez, y en su día yo aquí".
Allí quedó y allí sigue plantado el dictador desde el 23 de noviembre de 1975. El periodista Isaias Lafuente describe con precisión el resultado en su libro Esclavos por la Patria: aquello fue "la estela conmemorativa de una victoria militar.
Pensado como mausoleo para los Caídos en la guerra, fue en realidad la gran tumba de alguien que ni murió en el campo de batalla ni, por desgracia, cayó políticamente hasta 40 años después. Fue en fin la escenificación en piedra del matrimonio entre la iglesia y el nuevo régimen".
Para entonces, la sociedad ya había aceptado como mal menor olvidar u obviar los grandes esfuerzos económicos que se emplearon para construir la joya del franquismo. No fueron pocos, como tampoco lo fueron las vidas de aquellos que cayeron antes o después para levantar la sonrisa del fascismo en España.
Los datos reflejan con mayor claridad la escasa importancia que dio Franco a todo aquello que no estuviera enfocado desde el principio a levantar su faraónica tumba. Miles de presos del régimen -se dice que hasta 20.000- repartidos en numerosos destacamentos penales -batallones de represaliados que servían de mano de obra pública y privada baratísima para las imperiosas necesidades de la Nueva España- trabajaron en el sueño eterno del dictador.
El gasto público en la obra, entre mil y cinco mil millones de pesetas, contrasta con el precio de la vida, el sustento y las condiciones de sus empleados, mínimo en todas sus formas.
Esclavos por la patria
Con el famoso Sistema de Redención de Penas para los presos del franquismo puesto en marcha, la dictadura puso en marcha su fabulosa maquinaria propagandística para afirmar que incluso los trabajos en el Valle de los Caídos servían para la reinserción social de los enemigos del régimen: Por Dios y por España, una ingente masa de reclusos fue destinada a Cuelgamuros; con las condiciones, por supuesto, de quienes debían ser castigados por traicionar a Dios y a España.
A través de aquella estructura de explotación sin miramientos se otorgaban dos pesetas al preso, de las que 1,5 iban para su manutención y el resto iba a parar normalmente a la supervivencia de familiares, y en el Valle la cosa no funcionaba de forma diferente.
Lo contaba un miembro de uno de los batallones disciplinarios que trabajaron en la construcción del complejo, Teodoro García Cañas, al escritor Daniel Sueiro, que recogió su testimonio en el libro 'La verdadera historia del Valle de los Caídos':
"La primera semana, trabajando diez horas diarias, ocho de jornada y dos extraordinarias, calcule lo que cobraría yo: 15, 25 (pesetas)".
Esto es, 15 pesetas y 50 céntimos de media por una semana completa de trabajo intensivo frente a lo que cobraban los trabajadores libres, que también los había: la misma cantidad por un jornal. Por supuesto, la 'caridad' que mostraba el régimen dentro y fuera de las fronteras para con sus presos pasaba por ocultar la situación en la que subsistían los mismos.
Imagen de archivo de personas trabajando en la construcción del Valle de los Caídos | Archivo Nacional de España
Como el tiempo apremiaba para Franco, se decidió que los reclusos establecieran su residencia en el mismo lugar donde se efectuaban las labores de trabajo, y fueron ellos mismos los que tuvieron que construirse sus propios barracones: todos vivían hacinados en pequeñas estancias de madera podrida o quebrada y sin ningún tipo de 'lujo': apenas había luz ni agua, y la calefacción se entendió innecesaria frente a las gélidas temperaturas que alcanzaba la Sierra de Guadarrama en todos los inviernos que se mantuvieron allí, si bien, en otro característico gesto de las bondades del franquismo, se permitió a las familias de los reclusos instalarse también en el lugar para que pudieran tener un contacto frecuente. Numerosos niños nacieron allí, en el Valle de los Caídos, entre mediados y finales de los años 40.
Ocho de cada 100 trabajadores resultaron heridos durante la construcción
Si la habitabilidad de los presos y su salario era cuestión menor para Franco, también lo eran, de forma inherente, las condiciones laborales a las que estuvieron sometidos todos los destacamentos penales que pasaron por Cuelgamuros: cero garantías de salubridad y tanto o menos de seguridad durante los 19 años de trabajo forzoso que llevaron las obras del Valle.
En este caso, paradójicamente, el deseo de los presos por acabar el proyecto con la mayor rapidez entraba en comunión con el de Franco: unos, por la propuesta del Sistema de Redención de Penas para conseguir la libertad a cambio de un esfuerzo sobrehumano durante el servicio al régimen; otro, por ver terminar su ostentoso homenaje en piedra antes de acabar dentro de él.
En el Valle de los Caídos se dieron accidentes y bajas laborales a diario. En muchas ocasiones, los presos cargaban con el peso de rocas y otras materias sin mayor ayuda que la de su cuerpo, lo que ocasionó multitud de lesiones, muchas de ellas irreversibles; no había medidas de precaución cuando se colocaba y explotaba la dinamita usada para ahondar en terreno, y tampoco se dejaba ventilar ni una hora tras ser estallado el explosivo, por lo que los obreros estuvieron expuestos durante años a numerosas infecciones respiratorias que, si no provocaron su muerte en el mismo momento de trabajo, sí lo hicieron poco después por el desgaste pulmonar.
La prueba es que quedaron registrados una multitud de casos de silicosis, enfermedad crónica producida por haber aspirado polvo de sílice en gran cantidad. Entre los principales esfuerzos dedicados en el Valle, centrados en la construcción del monasterio, de la cripta y de la carretera de acceso al complejo, horadar el mausoleo fue de los trabajos más complicados y accidentados que se dieron durante las labores de construcción: ocho de cada 100 trabajadores resultaron heridos durante la faena. El número de muertos a lo largo de casi 20 años de trabajo se estima entre 14 y 18, según los registros oficiales de la administración franquista y el testimonio que proporcionó en su momento Ángel Lausin, responsable médico de los trabajadores del Valle casi tanto como duraron las obras.
El monumento de la eterna vergüenza
En el vigésimo aniversario del fin de la Guerra Civil, el 1 de abril de 1959, el Valle de los Caídos queda oficialmente inaugurado. Ante la mirada de la prensa, la de cientos de curiosos y la de un dictador orgulloso se alza una mastodóntica obra sobre un terreno de más de 1.300 hectáreas. Para acceder a ella es necesario cruzar por una escalinata de 100 metros de anchura y dividida en dos tramos que lleva a una explanada con una superficie de 30.600 metros cuadrados.
En ella se halla una basílica excavada 250 metros en el interior de la roca de Cuelgamuros, con un tamaño de 262 metros de largo y una cúpula de 45 metros de altura por 40 de diámetro, y cuyo interior se compone de un doble atrio y seis capillas laterales. Sobre el templo, una gran cruz de piedra de 150 metros de altura y brazos de 24 metros cada uno recuerda quién venció en la contienda 20 años atrás. En la parte posterior del Risco de la Nava, la mano de obra represaliada deja a la vista de una España que aún no ha superado la posguerra un conjunto de edificaciones concentradas en un rectángulo de 300 metros de longitud y 150 de anchura: un claustro, un monasterio, una hospedería interna y otra externa, entre otros edificios.
Vista del interior de la basílica del Valle de los Caídos | EFE
Allí son enterradas, entre 1959 y 1983, casi 34.000 víctimas de ambos bandos de la Guerra Civil, si bien hay 12.410 cuerpos sin identificar. Tampoco se cree posible, a estas alturas, saber quiénes son esas 12.410 personas, pues fueron encajados como parte de los cimientos de la estructura, y su exhumación provocaría serios daños a la edificación.
Por ello, resulta difícil saber cuántos del bando vencedor y cuántos del vencido fueron sepultados bajo la dura piedra del monumento fascista. Así, solo dos tumbas quedan visibles a la vista del público: la Franco y la de José Antonio Primo de Rivera, cuyos restos fueron trasladados a la basílica el mismo año en que se terminaron las obras.
Las mismas tumbas han recibido innumerables visitas cuyo porcentaje ha ido creciendo a lo largo de los años; especialmente, en 2018, cuando aumentaron en un 83% respecto a 2017 tras el anuncio del Gobierno sobre la exhumación de Franco.
Si este dato no es prueba de que aquello sigue siendo un lugar de culto al fascismo, sí lo es la exaltación que continúa haciéndose cada 20 de noviembre, fecha en la que coinciden las muertes de Primo de Rivera y Franco, con 39 años de diferencia, de las figuras referentes de la falange.
Quizá el día en que el Valle de los Caídos deje de usarse para glorificar la historia más triste de España podrá ser reconvertido en un auténtico mausoleo para todos aquellos, vencedores y vencidos, que encontraron temprana muerte en una guerra maldita.
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