Benavente Martínez, Jacinto. Madrid, 12.VIII.1866 – 14.VII.1954. Dramaturgo y renovador del teatro del siglo XX, Premio Nobel de Literatura en 1922.
Jacinto Benavente Martínez nació en el seno de una familia de la clase media acomodada. Su padre, Mariano Benavente, fue un conocido médico pediatra, hombre culto y muy aficionado al teatro, lo que permitió al futuro dramaturgo conocer desde niño a los escritores y actores que pasaban por su casa.
El propio dramaturgo contó en Recuerdos y olvidos, las memorias que cubren su trayectoria biográfica hasta 1901, cómo en la biblioteca familiar alternaba sin prohibiciones las lecturas de libros de medicina con las literarias, y cómo ya desde niño sus juegos se orientaban hacia la actividad teatral.
Tras terminar sus estudios en el Instituto de San Isidro, y forzado por su padre a estudiar una carrera universitaria —primero probó la Ingeniería y más tarde, en 1882, el Derecho, en la Universidad de Madrid—, a la muerte de éste (1885) abandonó los estudios y, con la comodidad que le permitía la economía familiar, se dedicó exclusivamente a la literatura: tertulias, bohemia, viajes por España y Europa, empresario de circo, lecturas de autores extranjeros que serían determinantes en su obra.
Ésta se inauguraba en 1892 con las ocho piezas de Teatro fantástico y, al año siguiente, con Versos, un conjunto de poemas muy desiguales en la línea del incipiente modernismo en los que se perfila el cierto escepticismo sentimental que planearía sobre muchas de sus obras posteriores.
El mismo año sus Cartas de mujeres, de un curioso feminismo luego replanteado en Teatro feminista (1898), ya revelaban la finura estilística y la capacidad de penetración psicológica de un Benavente que se había empezado a dar a conocer por medio de colaboraciones cada vez más frecuentes en periódicos y revistas literarias: La Época, Revista Contemporánea, Madrid Cómico —de la que será redactor jefe en 1898—, Germinal, Vida Nueva, Revista Nueva.
Más tarde, en enero de 1899, salió a la luz el primer número de su revista La Vida Literaria, que dirigió hasta el año siguiente, y su firma figuró desde entonces en las revistas literarias más representativas del fin de siglo: Electra, Alma Española, Helios, etc. También promovió, con Valle-Inclán, Gregorio Martínez Sierra y otros, un fugaz intento de renovación teatral, el Teatro Artístico (1899), a imitación del Teatre Íntim de Adrià Gual (1898), que no tendría continuidad y que, según parece, representó, entre otras obras, Despedida cruel (1899).
Los biógrafos recogen desde temprano numerosas anécdotas y rumores sobre su compleja personalidad, en particular su ingenio pronto, su facilidad para la polémica y su independencia de criterio, que dieron lugar a abundantes controversias en sus intervenciones en la sociedad literaria.
Uno de los tempranos ejemplos de la permanente voluntad de independencia de Benavente, que significó una primera ruptura con algunos de sus amigos escritores, fue su negativa a firmar la protesta contra la concesión, en 1905, del Premio Nobel a José Echegaray, en la que participaron escritores como Miguel de Unamuno, Rubén Darío, Azorín, Ramiro de Maeztu, Pío Baroja, Ramón del Valle-Inclán o los hermanos Machado, y ello a pesar de que, desde el estreno de La comida de las fieras, Benavente había sido encumbrado por todos ellos, lo más representativos de la generación joven, como su portavoz en las tablas, como la alternativa nueva al anquilosado teatro del momento.
Sin lugar a dudas la importancia histórica de Jacinto Benavente reside, más que en una fecundidad —más de ciento setenta obras— alimentada por el éxito permanente, en una labor de modernización del teatro español que se prolongó durante las dos primeras décadas del siglo XX.
Su primera obra representada fue El nido ajeno (1894), que pasó sin pena ni gloria, a la que sucedieron, entre otras, Gente conocida (1896) y El marido de la Téllez (1897), primeras de sus críticas de la sociedad madrileña, que fueron ganando para el joven dramaturgo un progresivo reconocimiento del público hasta el estreno en 1898, con éxito apoteósico, de La comida de las fieras, una brillante sátira de la aristocracia española, escrita con un diálogo preciso y una gran economía de medios.
A partir de esta obra Benavente estableció una alternativa oportuna a la estética dominante en el teatro español de su tiempo y a José Echegaray, su más notorio representante: frente a la grandilocuencia de éste, a sus personajes extremados y vociferantes, a las pasiones desbordadas de sus dramas, a una puesta en escena anacrónica y pobre, Benavente iniciaba brillantemente, al hilo de las modernas tendencias del teatro europeo, una renovación basada en el realismo de las situaciones, en la exactitud de los escenarios, en la economía de personajes, en unos diálogos sutiles e irónicos cercanos a los de Oscar Wilde o Bernard Shaw, en las réplicas mordaces y en moralizaciones, si bien siempre muy generales, altamente efectivas para la sátira de la misma burguesía que sería su público más devoto, aunque en aquellos años no le faltaran críticas desde la prensa más conservadora e incluso se le llegara a acusar de anticlerical con motivo del estreno de Los malhechores del bien (1905).
Obras como La gata de angora (1900), La gobernadora (1901), Lo cursi (1901), La noche del sábado (1903), El dragón de fuego (1904), Rosas de otoño (1905), Cuento inmoral (1905) o La princesa Bebé (1906) ampliaron su repertorio de temas y, sobre todo, consolidaron el carácter de una ruptura que afectaba tanto a la concepción del espectáculo como a una crítica de la sentimentalidad, las mentalidades y los comportamientos sociales contemporáneos, en sintonía con la amplia corriente del regeneracionismo finisecular: el conflicto entre tradicionalismo y modernidad, la decadencia de la aristocracia, la frivolidad de las clases acomodadas, la falsedad religiosa y política, la corrupción de la política provinciana, la doble moral burguesa, la soledad del individuo, particularmente de la mujer, en una sociedad hipócrita, en fin, fueron los ingredientes de su temprana consolidación como dramaturgo, cuyas obras, además, fueron interpretadas por los mejores actores de la nueva época, como María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza (con cuya compañía realizó su primer viaje a América), Emilio Thuillier, Rosario Pino, Carmen Cobeña, etc.
El vigor creativo de Benavente desplegó desde aquellos años su originalidad renovadora en un buen número de piezas de muy diversos ambientes y géneros, que el autor nombró de varias formas: comedia dramática, de magia, de polichinelas, drama, juguete cómico, escenas de la vida moderna, poema escénico, novela escénica, etc. Aunque por su riqueza de matices tan desbordante producción resulta difícil de encasillar, algunos críticos han propuesto diversas clasificaciones.
Aplicando las antiguas categorías de Torres Naharro, Eduardo Juliá (1944) y luego Fernando Lázaro Carreter propusieron una división de la dramaturgia benaventina en obras “a noticia” y “a fantasía”, además del conjunto de adaptaciones de Shakespeare, Molière, Bulwer-Lytton, Augier, Dumas, Rusinyol, Galdós y otros que realizó a lo largo de su carrera.
Entre las primeras, divididas en varias categorías (de costumbres rurales, de sátira social, de caracteres, etc.), se encontrarían las más destacadas de Benavente, aquellas en que la sátira social o de caracteres se acerca al documento sociológico tamizado por la ironía o la efusión sentimental: La comida de las fieras, Lo cursi, Señora ama (1908) o La malquerida (1913).
Las comedias “a fantasía” conforman la vertiente fantástica en la que tienen cabida dramas simbolistas como La noche del sábado, calificada de “novela escénica” por el autor, con su ambiente de cosmopolitismo fantástico, teatro infantil del tipo de El príncipe que todo lo aprendió en los libros (1909) o Y va de cuento (1919), recreaciones modernistas del teatro antiguo como Los intereses creados (1907), alegatos “patrióticos” como La ciudad alegre y confiada, teatro humorístico o teatro psicológico.
Por su parte, también Valbuena Prat (1956) propuso una distinción entre dramas rurales, teatro satírico poético y alta comedia o comedia de salón.
Francisco Ruiz Ramón (1975), dejando aparte Los intereses creados y La ciudad alegre y confiada (1916), establece cuatro categorías fundamentales sobre la homogeneidad dramática de los lugares escénicos. En primer lugar los interiores burgueses ciudadanos, los más idóneos para el retrato crítico de las clases superiores, donde habría que situar lo más destacado del teatro de Benavente a lo largo de toda su producción, desde El nido ajeno, Gente conocida, Lo cursi y Rosas de otoño a Titania (1945), una de sus últimas obras importantes.
Un espacio complementario del anterior, los interiores cosmopolitas, vinculados al decadentismo modernista o a la recreación poética, incluiría obras como La noche del sábado, La princesa Bebé o La mariposa que voló sobre el mar. Tercer apartado importante lo constituyen los interiores provincianos, situados en su mayoría en una imaginaria Moraleda, emparentada con la Orbajosa de Galdós y la Vetusta de Clarín, exponentes desde La gobernadora (1901) de la vida provinciana española atenazada por la intolerancia, la hipocresía y el caciquismo, tal como aparecen en Las cigarras hormigas (1905), La inmaculada de los dolores (1918) o Pepa Doncel (1928).
Finalmente, los interiores rurales que, aunque escasos, incluyen dos de las que fueron sus obras maestras, Señora ama y La malquerida. Señora ama abría en 1908 un nuevo género en la obra de Benavente, el ámbito del drama rural, de éxito renovado en épocas anteriores de la mano de Ángel Guimerá y Joaquín Dicenta.
El ciclo de estos dramas, tal vez inspirados por las frecuentes estancias de Benavente en el pueblo toledano de Aldeancabo, lo completaría el autor muchos años más tarde con La infanzona (1945). Aunque en estas obras hay mucho más de abstracción convencional que de documento histórico, la perfecta construcción dramática y el penetrante sentido de la psicología de sus personajes se eleva por encima del lastre melodramático que contienen.
Tras su viaje a América en 1906 con la compañía de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, Benavente continuó estrenando sin parar sus nuevas obras. Estos años marcan el momento culminante de su producción, a partir de dos de sus piezas más destacadas, Los intereses creados y la ya citada Señora ama, que han seguido editándose como las más emblemáticas de su teatro. Ambas ejemplifican la renovada búsqueda formal y estética de su autor en los años culminantes de su dramaturgia.
Si con Señora ama renovaba el drama rural, con Los intereses creados, la más representada y editada de sus obras, Benavente utilizaba la “comedia de polichinelas” para una renovada y escéptica reflexión moral sobre la sociedad contemporánea: “Para salir adelante con todo, mejor que crear afectos es crear intereses”. El escepticismo de Benavente alcanza aquí su más clara expresión y se puede considerar el punto de inflexión ideológica de todo su teatro.
Propuesto por José Echegaray, Jacinto Octavio Picón y José Rodríguez Carracido, Benavente fue elegido académico en 1912 para ocupar el sillón L, vacante desde la muerte de Marcelino Menéndez y Pelayo, aunque nunca llegó a escribir su discurso de entrada a la Real Academia Española. Pasados los años, en septiembre de 1939, escribió a Julio Casares, secretario de la Academia, para pedirle que se declarase vacante su plaza y, más tarde, en 1946, a propuesta de José María Pemán, a la sazón director de la misma, se le nombró académico de honor.
Durante los años siguientes Benavente continuó publicando artículos en la prensa, particularmente en Blanco y Negro, y gozando del favor de su público gracias a la continuidad de sus fórmulas dramáticas, en obras de menor compromiso satírico y mayor ambigüedad crítica, aunque no de menor intención moralizadora y social, que coincide con sus discutidas declaraciones germanófilas y su neutralidad ante el estallido de la primera guerra mundial, frente a la actitud aliadófila de la mayor parte de los intelectuales del momento, como evidenciaba, junto a los de obras como La propia estimación (1915) y Campo de armiño (1916) en exceso retóricas y pretenciosas en su didactismo, el estreno en 1916 de La ciudad alegre y confiada, con la que Benavente pretendió ofrecer una segunda parte de Los intereses creados a la vez que representar, en clave simbólica, la situación política de España en relación con el conflicto.
Pese al distanciamiento de los intelectuales y de los críticos más destacados, la obra tuvo un éxito clamoroso: Sánchez de Palacios (1969) cuenta que fue llevado a hombros a su casa y tuvo que saludar desde el balcón a la multitud congregada en la calle. No sería la única vez que Benavente gozase sus laureles de manera parecida.
En 1918 fue elegido diputado en Cortes por Madrid con el partido de Antonio Maura, aunque su actividad parlamentaria fue mínima, ya que aquellas cortes se disolvieron al año siguiente. En los años sucesivos la actividad de Benavente siguió siendo aplaudida por su público, con más o menos éxito, a pesar de las crecientes críticas de conformismo y anquilosamiento por parte de escritores y críticos, en particular las de Ramón Pérez de Ayala recogidas en Las máscaras (1919). Entre 1920 y 1924 escasearon sus estrenos, pero fueron años de renovado éxito en América, adonde volvió a viajar, esta vez como director artístico de la compañía de Lola Membrives.
En Argentina recibió la noticia de que le había sido concedido el Premio Nobel. Tras numerosos homenajes en su prolongado viaje por América —incluso fue nombrado hijo adoptivo de Nueva York—, regresó a España y recibió una calurosa acogida de su público, aunque, como sucedió en 1905 con la concesión del Nobel a Echegaray, el premio fue motivo de polémica. A pesar del reconocimiento oficial que significó la imposición de la Gran Cruz de Alfonso XIII por el rey, el mundo de las letras le dio la espalda cuando el crítico y poeta Enrique Díez-Canedo pidió para él un homenaje.
Entre otras razones que justificasen la silenciosa hostilidad de muchos intelectuales quizá no fuese la menor que la celebración oficial del Nobel se realizase meses después del golpe de estado de Primo de Rivera, el 1 de marzo de 1924, con la presencia en el acto del dictador y varios militares del gabinete.
Durante la Dictadura y la República, Benavente volvió a desarrollar una intensa actividad creadora, controvertida desde distintos sectores —su obra Para el cielo y los altares fue prohibida en 1928— y una no menos significativa actividad pública. Sus obras de aquellos años tratan más explícitamente que nunca los temas sociales de la pobreza, la justicia, el patriotismo, la moral social, partiendo de planteamientos claramente conservadores.
Esta parte de su obra —teatro, periodismo, conferencias— ha sido escasamente estudiada, al igual que la correspondiente a su producción de los años cuarenta y cincuenta. Hasta donde se ha profundizado en ella puede hablarse de una evidente ambigüedad ideológica de corte conservador, que si bien es fruto de una actitud independiente y de una voluntad, demostrada ampliamente por Benavente a lo largo de su vida, de no dejarse encasillar, también es coherente con su papel de intelectual de una burguesía a la defensiva ante la creciente conflictividad social.
Además resulta significativo el hecho de que junto al tipo de comedia ligera e ingeniosa que jalona toda su producción, se incrementaran en estos años los rasgos espirituales y sentimentales de unas preocupaciones que entraban más profundamente en la psicología y en los conflictos de unos personajes que simbolizan a menudo los conflictos de la realidad histórica de la España de la Dictadura de Primo de Rivera y de la Segunda República.
Obras como Lecciones de buen amor (1924), Un par de botas (1924), Pepa Doncel (1928), Literatura (1931) o Santa Rusia (1932) muestran el conflicto ideológico y moral de un intelectual que no se dejaba encasillar y el de un dramaturgo al que le fueron saliendo competidores cada vez más innovadores y definidos en sus posiciones, como Valle-Inclán o García Lorca.
Cuando estalló la guerra civil Benavente estaba en Barcelona. Se trasladó a Valencia, donde permaneció hasta el final de la contienda, expresando su republicanismo y elaborando sus memorias, Recuerdos y olvidos, que terminó en 1937. Con la entrada de las tropas en la ciudad hizo pública su adhesión a Franco y regresó a Madrid.
Después de la guerra Benavente reanudó con bríos renovados una actividad creadora que todavía fue prolífica: treinta y cuatro obras teatrales entre 1940 y 1954, numerosas conferencias y colaboraciones en la prensa, además de un nuevo viaje a Argentina en julio de 1945 con la compañía de Lola Membrives, donde estrenó Titania y La infanzona.
A pesar de la edad —tenía setenta y tres años—, esta intensa actividad de Benavente en el último tramo de su vida se mantuvo gracias a un renovado reconocimiento colectivo que debió mucho a los homenajes oficiales pero también a lo explícito de algunas de sus nuevas obras. Aves y pájaros (1940), por ejemplo, es una pieza política en la que las dos Españas están representadas políticamente: a los pájaros les corresponde, en esta ocasión, representar a los vencidos.
Abuelo y nieto (1941), La última carta (1914), La enlutada (1942), La ciudad doliente (1945) y otras recogen las reflexiones sociales y morales de un Benavente que plantea sobre las tablas un balance personal, coherente con su trayectoria ideológica, sobre la sociedad española de antes y después de la guerra civil.
A pesar de todo, destacan por su mayor complejidad ideológica, por la calidad de su construcción o por la agudeza de sus ingeniosidades algunas obras como Titania, sátira del mundo literario en la que Benavente ironiza sobre la intelectualidad que no le fue propicia, o como La infanzona. Murió en Madrid el 14 de julio de 1954 a los ochenta y siete años.
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